Por destellos percibidos y por “brumas disipadas” hoy puedo ya situar algunos hechos y alinearlos. 
 Nací en la ciudad de Nueva York en el año 1899. Varón y de etnia afroamericana como se nos distingue ahora. 
 Empecé a conocer a mi madre cuando vivíamos en un oscuro apartamento de
 Harlem, próximo a la escuela pública donde ella trabajaba de maestra. A
 mi padre no le conocí. 
 Mi madre era una mujer de carácter a 
veces adusto y muy estricta en lo referente a mi educación. En estos 
momentos estoy evocando una imagen en la que nos veo paseando llevado de
 la mano. Me llevaba siempre a todas partes: de compras, a la iglesia, 
al parque, de visita… y, naturalmente,  a la escuela todos los días 
lectivos de cada curso. Aunque no recuerdo haber asistido a ninguna de 
sus clases. 
 Guardaré siempre con cariño el recuerdo de aquella mujer entrañable. 
 En la escuela pronto surgió lo que habría de ser la pasión de mi vida: 
la música. Me entregué al estudio de la misma con total dedicación. No 
había cumplido aún los diez años y ya dominaba el solfeo y comenzaba a 
extraer algún sonido del clarinete del aula. 
 Algo le diría la 
profesora a mi madre porque ésta dejó de insistirme en que me preparase 
para cuando llegara el momento de pasar al instituto y a regañadientes 
me matriculó en la Escuela Superior de Música. Convencida finalmente de 
que aquel iba a ser el camino en mi vida, al poco tiempo me compró un 
clarinete,  usado pero en buenas condiciones. 
 En la escuela 
alternábamos el estudio con conciertos en el parque y desfilando, 
uniformados, en alguna ocasión festiva. (¡Cuán feliz me hizo el estreno 
de aquel uniforme con gorra de plato!) 
 Terminé mis estudios con 
una aceptable calificación y tuve la fortuna de conseguir, sin 
“padrinos”,  una plaza de “segundo clarinete” en una gran orquesta. Fui 
por un tiempo el elemento más joven puesto que aún era un adolescente. 
Me contrataron y gracias a aquel sueldecito pudimos mudarnos, sin 
salirnos de Harlem, a un soleado apartamento con ventanales a la 
Avenida. 
 Era, no obstante, un trabajo duro. Ensayábamos todos 
los días y actuábamos todas las semanas. Y la cosa empeoró cuando 
llegaron las giras por el Estado y Estados vecinos. Aquello era 
agotador. 
 Por tal motivo, cuando un antiguo condiscípulo vino a 
verme y me habló de la orquestina que había formado, enseguida me sentí 
interesado y más aún al comentarme que precisaba un clarinetista y saxo.
 A la semana siguiente tenía yo un nuevo trabajo, un saxo nuevo, al que 
me adapté con facilidad, y una paga el doble importante que la percibida
 con la sinfónica a pesar de los muchos años pasados en la misma. 
 Actuábamos  en la pista de baile del parque de atracciones de Coney 
Island. Un trabajo descansado en comparación y muy agradecido, ya que 
apenas seguíamos las partituras y casi siempre improvisábamos.  Y 
parecía que el público se lo pasaba bien. A menudo algunas parejas 
dejaban de danzar y se acercaban al escenario como queriendo escucharnos
 mejor. Al finalizar los “números” aplaudían como locos. 
 Pero caí enfermo y la fiebre acabó conmigo. 
 Fallecí en el año que vino en llamarse “El Año de la Gran Depresión”. 
 Recuerdo emocionado la aflicción de las dos mujeres ante mi féretro. 
Las lágrimas de mi madre y las de la vocalista que sorprendentemente 
juró amarme cuando yo ya agonizaba. Y la expresión compungida de los 
demás compañeros que acudieron a la funeraria con sus instrumentos quizá
 con la idea de ofrecerme un funeral con música al estilo Nueva Orleans,
 pero no les fue posible; era demasiada la consternación que sufrían por
 lo inesperado. 
 Durante la transición de una vida a la 
siguiente, supe que mi padre aún vivía y supe, también,  que mi prevista
 y acordada de antemano “muerte prematura” se había logrado gracias a la
 ingestión de un alimento en malas condiciones. 
 Y volví al planeta. 
 Nací  en el mismo año 1929, ocupando este cuerpo. 
 Mi cuerpo. 
Joaquin Grau
España 


 
